Detalle de "Mural escenografico" de Omar Gasparini; Barrio de La Boca. Buenos Aires. |
A la salida del colegio o de la cancha de fútbol, aparecía el pizzero. Vestido con guardapolvo y gorro color blanco, llevaba sobre la cabeza una caja circular de latón, con tapa y un trípode de madera en una de sus manos. Se ubicaba cerca de la salida anunciando su mercancía, unas enormes pizzas chatas recubiertas de salsa de tomates, orégano y anchoas.
Transportaba alrededor de diez pizzas, que cortaba en porciones, todas desiguales, con un pequeño cuchillo muy afilado. Con un trozo de papel blanco tomaba la porción y la entregaba al cliente. Por su delgadez, era necesario apuntalarla con la otra mano o bien doblarla sobre sí misma, de lo contrario, ensuciarse la ropa era lo habitual.
Era una pizza distinta, que el apetito de estudiante o de una tarde pasada en el estadio de fútbol, impedía detectar problemas de sabor. Se engullía en pocos segundos y tenía la consistencia de una goma; era francamente inferior pero, por 5 o 10 centavos, el precio dependía del tamaño, mataba el hambre.
En invierno, una bufanda y una gorra protegían al pizzero del frío quien con las manos en los bolsillos y balanceándose lateralmente, cambiaba alternativamente de pie.
Comer la pizza caliente era imposible. Esa pizza estaba siempre fría. Y no había nada para beber, no se la podía empujar con nada. Pero el hambre con el que nos disponíamos a comerla, era más que suficiente para que desapareciera rápidamente de las manos. El pizzero ambulante ha pasado a integrar la galería de vendedores que caracterizaron a ese Buenos Aires que se fue.
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