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viernes, 2 de diciembre de 2022

Pichuco y El Cuartito

Aníbal “Pichuco” Troilo solía comer en el santuario, junto a dos o tres amigos, pizza de anchoa y whisky. Pero cuando comía con su mujer, Zita le cuidaba la salud y le ponía un vallado al placer etílico del Gordo. Entonces, los mozos le reservaban una copa generosa de whisky… ¡en el baño! Historias como ésta el santuario tiene de a decenas, e involucran a deportistas, artistas, jueces, médicos, poetas músicos, famosos de otra laya y anónimos sin tregua que han deambulado por sus mostradores y mesas en busca de ese pedacito de felicidad triangular, con muzzarella, salsa de tomate y recuerdos del Mediterráneo.

El santuario es “El Cuartito”, una de las pizzerías más tradicionales de Buenos Aires que este año cumple ochenta de vida generosa, enclavada en el corazón del Barrio Norte, al 900 de Talcahuano, en un punto de equilibrista entre Tribunales y el Colón, entre la mítica Avenida Corrientes y la otrora elegante avenida Santa Fe.

Ochenta años seguidos vendiendo pizzas son muchos años y muchas pizzas Quien los evoca en parte es su cara visible, Manuel Diz, un gallego de Pontevedra de 69 años, hijo de padre español y madre argentina, que llegó al país a los catorce y dio con el santuario como por casualidad: “Llegué aquí por un amigo, Domingo La Moza, que es el dueño de la Cantina Don Carlos. El me dijo que juntara unos pesos y entrara en la sociedad. Era un lugar muy chiquito y no me gustaba mucho, pero al final, agarré viaje. Y aquí estoy”.

Don Manuel lo simplifica todo. Años de pelea y de trabajo duro con un simple “y acá estoy”. Es una filosofía de vida.

El Cuartito fue, de verdad, un cuartito. Los orígenes se pierden en la bruma: empezó a funcionar en un local a mitad de la misma cuadra de Talcahuano, un cuchitril triangular con ventana a la calle por donde se despachaban las porciones y las bebidas. Eran los años de la gran crisis y por Recoleta y adyacencias, yugaban a diario cientos de obreros que alzaban paredes, cientos de brazos caídos que buscaban trabajo.

“Cuando llegamos acá –evoca Diz– esto era también muy chico. De aquí hasta allí (y señala con ambas manos el tamaño de una bandera). Allí había un restaurante viejo, allí una casa que vendía ropas, acá atrás vivía gente. Compramos todo con propiedad y, con los años, fuimos indemnizando a la gente y agrandando el local”.

Para entrar en la sociedad, Diz juntó allá por los años 70, dos millones de pesos (“que era una plata colorada así de grande…”) y, sin saber casi nada de pizzería, se metió en un negocio que era una incertidumbre: “Había un señor italiano que me enseñó más o menos a hacer la pizza y había un chico cordobés, que se llamaba Mario, que me eligió para enseñarme ”.

La pizza de El Cuartito fue, desde entonces, una especie de himno a la comida popular porteña, antes que el fast food cumpliera con su obra destructiva. La pizzería se agrandó y pegó el salto a la fama. “Yo creo que se hizo famosa por la buena mercadería, la buena atención y porque a la gente le gusta lo que hacemos.

Publicidad no hicimos nunca. Aquí estaba muy cerca “Caño 14” y los tangueros venían muy seguido: Troilo, Goyeneche, Edmundo Rivero vivía acá enfrente, venían Néstor Fabián y Violeta Rivas, empezaron a venir del noticiero de Canal 13, de los teatros de Corrientes; empezaron a venir deportistas. Todos estos que ves en fotos, estuvieron aquí”.

Las paredes de El Cuartito desbordan de fotos autografiadas, de camisetas que vistieron ídolos del fútbol, algunos de ellos todavía se acodan en el mostrador para darse el atracón tradicional, elixir de los dioses, de pizza y moscato. ¿Cuál es el secreto de la pizza, únicamente media masa, de el santuario? Será la harina, el agua, la sal. Diz se ríe. “No, hombre, eso es un engrudo. Usamos productos de primera calidad. La muzzarella es de primera, cara, pero la mejor. La salsa de tomate, también. No almacenamos, compramos por semana sesenta cajones de botellas de un litro ochocientos de salsa de tomate. Es la harina, es el agua, filtrada para sacarle un poquito de cloro, es la levadura, es un poco de azúcar, para que se dore de abajo y es…” Y aquí don Manuel suelta, en off, un dato que, quién sabe, es el gran secreto: una pena que deba ser respetado, pero será aplicado en las experiencias pizzeras amateurs. “¿Sabés cuál es el verdadero secreto? Que la masa tiene que ser como una novia, te tiene que gustar y tenés que acariciarla con cariño, con pasión. Si la hacés sin ganas o cansado, te sale mal”. Parece mentira, pero es así.

Por el cuartito que ya no es, se van ochocientas pizzas, entre el medio día y la noche, entre las doce, cuando se abren las puertas del santuario hasta las dos o tres de la mañana, cuando se cierran por un rato: don Manuel llega cada día a las cinco de la mañana para que la rueda no deje de girar. “No busques más secretos, no los hay.

En este oficio tenés que estar atrás, pero no es un misterio: lo que hay, es lo que se ve”.

Por el ochenta cumpleaños de El Cuartito alzan las copas los famosos que lo hicieron famoso y los rantes que intentan aún hoy calmar en sus mostradores la angustia de un amor mal entrazado, o celebrar sin escepticismos lo que creen que es un éxito. Todo bajo el influjo de un mazacote hecho milagro que popularizó en Nápoles hace un siglo y cuarto una reina, Margarita de Saboya. Y que marche otra más. Y que sea grande.

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